La nostálgica luz de la luna entra por la ventana de mi carro que atraviesa Zaragoza a vuelta de rueda. No hay nada como conducir en la Ciudad de México para platicar con uno mismo. El automóvil se ha puesto deprimente y canta a todo volumen con los Bunkers –Adiós, amor…- . El pasado se fue disolviendo en la carretera, se lo comió el viento y algunos coyotes marihuanos porque aquí no es así.
Y de pronto me siento un parasito dentro del gran monstruo que es la Ciudad de México y acelero al dejar atrás Viaducto, pero en Tlalpan la cosa vuelve a la normalidad y el tráfico se enfurece, la gente se encabrona y la vida no vale dos pesos en una ciudad que está de mal humor.
A un costado corre furiosa la serpiente naranja que hace las veces de solitaria y las otras de transporte público. Los pasajeros del colectivo miran burlones las caras de los conductores que llevan dos horas encerrados en el embotellamiento cotidiano.
Aquí los Corvettes y los Dart 89’ corren exactamente lo mismo y lo mismo se dicen un taxista principiante que lleva colgado un disco del retrovisor y un chofer privado de esos elegantes y con boina cuando uno le gana el espacio al otro en esta guerra de motores y movimiento: ‘¡Chinga tu madre wey!’
Ha llegado la hora y en las esquinas se dejan ver las vendedoras de amor, las mujeres de la vida galante: las putas. La fila de coches comienzan a hacerse larga y el tráfico comienza a disminuir.
Esta vez entré por Portales para ver lo miserable que aún no se vuelve mi Barrio y veo en la esquina a un par de señores ahogados en alcohol cantándole con furia a una mujer que no los escucha y que más tarde se agarrarían a golpes o eso creyeron.
La Ciudad de la esperanza se ha obscurecido un poco más y el chevy comienza a exigir gasolina cuando por fin logro llegar a mi viejo departamentito de Antillas ahogado en cansancio y con resaca auditiva por tantas bocinas y fiestas por la calle.
Un animal dentro de mí me reclama a gritos que tengo que alimentarlo, que no sea culero, que llevo doce horas sin tragar más que unas sabritas rancias y una coca cola caduca. Lo primero que me cae a la mente es un bien servido plato de espaguetti del Italiani’s de Universidad pero mi cartera me lo impide: Cien pinches pesos. La segunda fue La Flama pero francamente me daba flojera manejar una vez más.
La opción fueron los ya famosos tacos de General Anaya y me tocó a mí burlarme ahora de los dos coches que pasan a cien por hora en la irónica e impredecible calzada de Tlalpan. No me dio tiempo ni de ponerme los audífonos cuando ya estaba ordenando: Dos campechanos sin aguacate por favor.
Después de quien sabe cuántos tacos, algunas cervezas y ‘la cuenta y dos policias’ me encaminé a casa, esta vez a pie pues el metro había cerrado ya, cuando pude verla sentada en la banqueta con sus verdes ojos goteantes...
By Borrego,
Continuará.
0 weyes han dicho:
Publicar un comentario